Perder nuestro nombre es como perder nuestra sombra;
ser sólo nuestro nombre es reducirnos a ser sombra.
Octavio Paz
imagen: Juan Valdivia
Decidió
que la enterraría debajo del olivo de la antigua casona de su
infancia. Allí durante mucho tiempo fue cavando una fosa. Había
estudiado todos sus movimientos. Al amanecer cuando el sol aparecía
en el horizonte la presentía a sus espaldas, al mediodía con la
verticalidad de la luz la veía empequeñecerse, al atardecer y con
la luz que se precipitaba hacia el descanso ella se le adelantaba, y
por las noches la descubría, en el jardín, entre los
reflejos plateados de la luna que se asomaban a través del follaje
del olivo. Sus diferentes formas las dibujaba en un viejo cuaderno
que llevaba siempre consigo.
Cuando Maria encarcelaba su soledad en la casa, la luz de la lumbre la proyectaba entrecortada entre las grietas de la pared. Fue desde siempre la geometría que acompañó su cuerpo. La vio crecer, alargarse y encoger hasta ocultarse como parte de un juego en el que ambas participaban. María no podía, ni quería, separarse de ella. Era el ángulo desde el que arrancaban sus días, la línea paralela de su yo desprotegido. Y ella buscaba a María para existir, para ser.
Cuando Maria encarcelaba su soledad en la casa, la luz de la lumbre la proyectaba entrecortada entre las grietas de la pared. Fue desde siempre la geometría que acompañó su cuerpo. La vio crecer, alargarse y encoger hasta ocultarse como parte de un juego en el que ambas participaban. María no podía, ni quería, separarse de ella. Era el ángulo desde el que arrancaban sus días, la línea paralela de su yo desprotegido. Y ella buscaba a María para existir, para ser.
Era
la única que conocía los límites de su desamparo. A María nunca
nadie le había enseñado el horizonte donde nacen los placeres, las
emociones, las sensaciones, las palabras, los sonido, las caricias.
Nunca amó, nadie la amó. Nadie, nunca,
compartió sus días ni su alma. Vivió sin calendarios marcados. Sin
tiempos agotados.
El
último día del año se acercó hasta el pueblo, buscó al
carpintero más recomendado, lo llevó hasta su vieja casona y a los
pies del olivo, allí en donde el tronco se trenzaba a la tierra, le
pidió que hiciera un ataúd que se ajustara a las medidas de aquella
fosa. Eligió la madera más noble y el lustre del barniz más
decoroso. No puso reparos en cuestiones económicas. Poco tardó el
carpintero, bien remunerado por el encargo, en terminar aquel
trabajo.
Era
verano, la noche tardaba en llegar. Hacía demasiado calor. Maria
bebió un refrescante brebaje. Enjuagó su cuerpo con un baño y
sales espumosas vacías de aromas. Le bastaba el olor húmedo de la
noche. Se vistió con una túnica de gasa que dibujaba su
sensualidad. Apagó la lumbre, cerró puertas y ventanas
y caminó descalza por el sendero que la llevaba hasta el viejo olivo
y allí, como lo había previsto, se detuvo.
La
luna dejaba pasar la luz exacta que necesitaba su cuerpo para
reflejarse en el fondo de aquel ataúd y formaba con ella, que allí la
esperaba, un ángulo recto.
En el
cuaderno, que la acompañó siempre, había dibujado con minuciosidad todos sus perfiles y calculado con precisión el
instante último, cuando el ángulo se cerraría definitivamente. La
bocanada final que las uniría para siempre.
El viento borró el paisaje y la tierra sepultó la historia entre las raíces del olivo.