"Con la palabra se ve lo no visto, o incluso lo no visible"-
EMILIO LLEDÓ. El silencio de la escitura

jueves, 28 de abril de 2011

VAIVENES



Aquí estoy. En la orilla de otro mundo, encogida en esta playa, oyendo el eco de la soledad en una solidaria caracola, disfrazándome de alga para empaparme de mar. 
Una ola parece reconocerme y se acerca. Es enorme. Coquetea con otras olas. Juega. Me roza y se aleja convertida en espuma. Imagino que es la misma que nos sorprendía y nos servía de excusa para enlazarnos, para apretar nuestros cuerpos.
En algo nos parecemos. Ella se deshace al golpear entre las rocas. Y yo me deshago al estrellarme en los recuerdos.

Como la ola, tú y yo, fuimos inmensos y nos agotamos antes de alcanzar el horizonte. Naufragamos. Fue en vano buscarnos. Nos habíamos consumido, como se consume la arena entre los dedos de la mano hasta desaparecer. Y la marea nos sorprendió en distancias inalcanzables. Tú en tu playa y yo en la mía.
Tan lejanas que nos invadió la ausencia y fue demasiado tarde para rescatar nuestros amaneceres, la humedad de tu sombra sobre la mía y el desliz de tus dedos en mi espalda buceando el infinito.
Tarde el fallido intento de detener el instante en que la ola se disolvía en partículas. La esperanza en desgarro.
Tan tarde para recuperarnos que me ha sorprendido la noche y sueño que otra ola se acerca y te regresa, que me descubres entre las algas, que volvemos a enlazarnos y reconozco el sabor a sal en tu boca.
Y que me convences que amanece.


Fotografía: Dassie Darko 


viernes, 8 de abril de 2011

COMO LA VIDA MISMA...


Jugaban al parchís bajo la sombra de la higuera. A veces, Hugo, en un alarde de hombre intrépido trepaba el árbol y cortaba un puñado de higos que antes de entregárselos a Ana los enjuagaba en la fuente que adornaba el patio. Era verano y ellos adolescentes de sangre caliente. Doña Julia, la mamá, solía asomarse a la ventana de vez en cuando para observar ese inocente juego de impulsos incipientes. Ella, su niña, acomodaba su falda amplia sobre el césped y él cubría sus piernas, aún de pantalones cortos, con la chaqueta roja que siempre llevaba en sus hombros desde que vio a Troy Donahue en ” Más allá del amor”. Sólo le faltaba la Vespa, inaccesible para los bolsillos de sus padres, y un sueño por ahora imposible para sus arcas de estudiante.
Eran felices. Hugo aspiraba a ser recompensado desde siempre con un beso que no llegaba. Pero él, respetuoso, esperaba.
Raúl, el vecino de la casa nueva, el que acababa de estrenar la Vespa, observaba a Ana.
Ella se sabía guapa. Ojos azules, cabellos ensortijados color oro, boca de labios provocadores e insinuantes brotes en un cuerpo que anunciaban el despertar de su anatomía .
Él se sabía conquistador. Se notaba en sus gestos. En su mirada. En su dominio de las insinuaciones amatorias que encandilaban a Ana. En su manera elegante de caminar, en sus pasos firmes. No parecía desconocer las reglas para seducir a una mujer. Él dejaba entrever su experiencia. Persuadía.
Ana comenzó a aburrirse con el parchís y dejaron de gustarle los higos recién cortados y enjuagados.
Y una mañana viajó en la Vespa de Raúl. Una aventura. Un juego desconocido. Y él, hombre desbocado, hombre y cuerpo hambriento, venciendo las vergüenzas de Ana, desnudó su cuerpo en la hierba fresca, y ella cerró sus ojos, apretó sus puños, mordió sus labios y se tensaron sus músculos y … sintió el dolor de una partida tramposa. De un juego sucio.

Los días de Ana se volvieron grises y se fueron destiñendo los colores de aquel tablero de juegos inocentes en donde Hugo con paciencia le había enseñado las reglas para ganar pero nunca le advirtió de las trampas de la vida. Acaso porque las desconocía.
Nunca más volvió para ofrecerle higos frescos ni a pedirle el beso que ella también esperaba.
Mamá Julia se sigue asomando a la ventana. Aún cree distinguir, bajo la higuera, la sombra de su cuerpo. Tan sólo la sombra.